Declaración
(apuntes de mi biografía)
Me
preguntó…
(Recuerdo
aquel lugar y aquella noche.
Puerta
del Sol. Octubre.
Hacía
mucho frío. Alguien
pasó
cantando por la acera.)
Me
preguntó si había
algún
antecedente en mi familia,
si
alguno de sus miembros
había
incumplido alguna vez las leyes
o
había demostrado
inclinación
a la violencia.
Dije
que sí con cierto desafío.
(Cuántas
veces el miedo es el resorte
que
hace saltar, altiva, la palabra,
la
proyecta, la estampa
sobre
el lienzo del aire que imposible
registra
hasta
el matiz más mínimo)
Hablé
de aquel tatarabuelo
que
hasta sus días últimos,
luchó
contra el carlismo
y
sus negras arañas.
(No
creo que tuviera
una
especial predilección
por
Isabel II
-dicen
que era republicano-
pero
los tiempos exigían
elegir
entre dos calamidades
y
optó por la reina de los ojos azules
y
los tristes destinos)
Cuando
ya era un anciano desasido
de
toda coherencia
y
navegaba
en
las aguas de un ayer confuso y azaroso,
los
niños se reían de él porque salía
con
la escoba a la calle y, apostado
en
una esquina,
esperaba
el momento
de
poder disparar a los geranios rojos
que,
descuidados e inocentes,
iluminaban
los balcones
**
Conté
que mi bisabuelo y otras díscolas,
incendiaron
un día los archivos
municipales
de
su hermosa ciudad de pescadores,
toda
abocada al mar y tan lejana
entonces
de la urbe
en
cuyas callejuelas
buscaron
complicidad y refugio.
Lo
hicieron para impedir que los mozos fueran a África
a
luchar por la patria
contra
la patria de otros.
Era
de noche y una luna bellísima
se
vertía en las aguas
verdinegras
del puerto…
(Era
un dato importante
-lo
conocía por referencias, claro-,
y no
quise omitirlo.)
Apenas
concebido
el
cálido misterio de la aurora,
mi
bisabuela y sus cómplices
corrían
por las ramblas, perseguidas
por
el humilde vuelo de sus faldas
y
por los guardias a caballo,
mientras
Barcelona ardía
hermosamente
por
sus cuatro costados
y un
resplandor de sangre
se
agregaba al incendio y la ira.
(Meses
después, caería fusilado
Ferrer
i Guardia,
instigador
-dijeron- del desastre.
No
sólo fue desposeído
de
la vida,
de
la Escuela Moderna,
-o,
para ser exactos,
fue
la Escuela Moderna la desposeída
de
él…
atentaron
también
contra
la i latina, tan ingenua y tan grácil,
que
aún hoy, en los libros de historia,
une
sus apellidos.
Dicen
que Maura
consintió
el múltiple atropello
con
gesto
elegante
y ausente...-
No
pude ni intuir entonces
-aún
tardaría diecisiete años en nacer-
que
iba a sentir, tan mío,
el
sufrimiento de uno de sus nietos
cuyo
nombre, emblema de lucha y rebeldía,
habita
en
el lugar más claro de mi pecho.)
Mis
abuelas -las dos-, y otras mujeres
propiciadoras
de conflictos,
alborotaban
en las fábricas,
salían
a la calle con pancartas
pidiendo
comedores, guarderías,
salarios
menos míseros,
el
voto femenino…
A
veces
apedreaban
la oficina del encargado,
o
esperaban,
en
las puertas del Liceo,
-apagados
los últimos acordes
de
Aída o de Lohengrin-
al
amo y a su esposa
y
decoraban
sus
elegantes trajes
con
un certero impacto
de
tomates podridos, aportados
por
las irreductibles vendedoras
de
la boquería.
**
Mi
abuelo…
(Sólo
tuve uno,
el
otro,
un
indiano muy rico,
huyó
a sus predios
dejando
a
una muchacha triste y frutecida.)
De
mi abuelo, decía, del único,
al
que recuerdo vagamente,
mejor
no hablar.
Cansado
de sí mismo, del trabajo,
del
hambre,
del
patrono,
de
las huelgas inútiles,
del
vino y la baraja, ,
se
arrojó a la vía
del
tren que, indiferente,
puso
punto final al fútil episodio
de
su vida.
**
Mi
padre curtía pieles.
(Recuerdo
el olor a tanino
a
nafta, a trementina, ocupando
el
espacio pequeño de mis juegos,
el
retazo de sol
que
caía a mis pies cada mañana
en
el patio bordeado de celindas
desde
donde
se
oía el mar…)
Era
también
bastante
soñador y un poco mago,
(sobre
todo cuando transformaba
en
pan las piedras)
Andaba
siempre
entre
funciones de teatro y sindicatos,
y en
ambos escenarios adquiría
prestigio
y estatura.
Era
también violento,
(la
razón para muchos
se
apellida violencia)
y
una vez,
con
la cuchilla
de
adelgazar el cuero,
a
punto estuvo de zurrarle la badana
-y
nunca mejor dicho-
al
amo, responsable
del
eterno periplo
de
nuestras desventuras.
**
De
mi madre diré que era frágil y dulce,
medrosa,
sufridora, resignada,
barruntadora
de todas las desdichas.
Cosía
hasta muy tarde
bajo
la luz azul que proyectaba
la
lámpara de carburo
-no
había otra en mi casa-
y
sus ojos de lluvia
fueron
perdiendo
su
hermosa intensidad,
su
delicado brillo.
Un
día -yo tendría cinco años y aquel hecho
se
me quedó en el alma
erizado
como un tumulto de cristales rotos-
a
cambio de un pan redondo y rubio,
la
tuvieron dos horas de rodillas
en
las losas heladas de una iglesia.
Un
cura, bondadoso y paternal,
ayudaba
a los descarriados.
(Mi
padre, ya le he dicho,
era
de los más irredentos:
arengador,
huelguista, catalán,
amigo
de
Ignasi Iglesias y algo golfo.)
Mi
madre,
vencida
y humillada,
partió
el pan con sus manos como si quisiera
restarle
agravio,
conferirle
nobleza,
y lo
repartió entre sus hijos.
Recuerdo
que
ni una miga se llevó a los labios.
Y
aquella noche
blasfemó
más que nunca
-solía
hacerlo varias veces al día-
y si
embargo,
rezaba
un Padrenuestro al acostarse,
por
sus hijos, decía.
**
De
mi hermano me queda en la memoria,
entre
otras muchas cosas, un pañuelo
de
contrastado colorido: negro y rojo,
dos
alas
sobrevolando
una quimera;
y
aquellos ojos suyos
tan
dispuestos, tan listos
para
el sufrimiento;
y
sus manos de obrero
desde
donde nacía el arcoiris
que
redimía la blancura insulsa
del
algodón
-era
tintorero de oficio,
disculpe
la retórica-.
Un
día de julio,
con
diecisiete años mal cumplidos,
se
marchó voluntario
al
frente de Aragón.
(La
Batalla del Ebro le duró en la retina
hasta
el instante de su muerte.)
Después,
el largo exilio en Francia,
los
campos de concentración,
la
mugre nazi,
y
ese difícil trance de cambiar los libros,
la
fábrica, la patria,
por
el mortero,
los
encofrados
y el
frío en el andamio,
-nunca
sus convicciones ni la utopía lírica
de
su pañuelo negro y rojo..
Hace
ya muchísimo tiempo que descansa
en
Sevran,
en
un pequeño cementerio sin geranios.
**
Y
ahora, ya lo ve:
Mi
hijo, casi un niño,
recogiendo
el testigo.
Acérrimo
detractor
por convicción y herencia
de
lo que usted defiende,
tal
vez acabe declarando,
en
el antro contiguo,
que
fue él quien, por impulso soberano,
mató
al Conde de Villamediana...
(Pensé
que resultaba más poético
y
menos socorrido
que
lo de Manolete
que
era
lo
que solía decirse en esos casos…
Y,
sin duda, dado el lugar,
nuevo
ingrediente
de
confusión…)
El
agente instructor,
tal
vez ligeramente herido por las letras
-nunca
se sabe-,
me
mira airado.
Y
luego,
conteniéndose
para que no se diga,
me
alarga siete folios
donde
ha quedado escrito,
pero
con más detalle
y
más prosaísmo aún
lo
que aquí dejo dicho.
Y
ordena: “Firme”.
Y
añade:
“Usted
se puede ir, su hijo se queda”.
Luego,
-tal
vez un tanto compasivo- murmura:
“Está
temblando...”
(Al
borde del derrumbamiento,
en
la orilla del llanto
que
a fuerza de contenerlo
es
casi hoguera,
la
furia de mis ojos se abalanza
sobre
los suyos,
que,
incapaces
de afrontarla,
se
desvían fingiendo indiferencia.
Me
dispongo a salir. Mudo, secreto,
el
terror,
pájaro
informe,
se
ha instalado en mi pecho y me consume,
soy
sumiso banquete de sus hambres.
Pero
algo en torno a mí,
algo
impalpable y dulce, me sostiene.
¿son
aquellos fantasmas que, invocados
con
tanto amor, me acuden y confortan?
Oigo,
desde la puerta, como en sueños,
que
otro de los agentes,
murmura
entre pequeñas y barrocas
columnas
de humo blanco:
“¡Qué
familia, Dios Santo, y luego dicen…!”
Angelina
Gatell: Los espacios vacíos y desde el olvido (Antología
1950-2000)