6/6/17

“¡Qué familia, Dios Santo, y luego dicen…!”

Declaración (apuntes de mi biografía)

Me preguntó…

(Recuerdo aquel lugar y aquella noche.
Puerta del Sol. Octubre.
Hacía mucho frío. Alguien
pasó cantando por la acera.)

Me preguntó si había
algún antecedente en mi familia,
si alguno de sus miembros
había incumplido alguna vez las leyes
o había demostrado
inclinación a la violencia.

Dije que sí con cierto desafío.

(Cuántas veces el miedo es el resorte
que hace saltar, altiva, la palabra,
la proyecta, la estampa
sobre el lienzo del aire que imposible
registra
hasta el matiz más mínimo)

Hablé de aquel tatarabuelo
que hasta sus días últimos,
luchó contra el carlismo
y sus negras arañas.

(No creo que tuviera
una especial predilección
por Isabel II
-dicen que era republicano-
pero los tiempos exigían
elegir entre dos calamidades
y optó por la reina de los ojos azules
y los tristes destinos)

Cuando ya era un anciano desasido
de toda coherencia
y navegaba
en las aguas de un ayer confuso y azaroso,
los niños se reían de él porque salía
con la escoba a la calle y, apostado
en una esquina,
esperaba el momento
de poder disparar a los geranios rojos
que, descuidados e inocentes,
iluminaban los balcones

**

Conté que mi bisabuelo y otras díscolas,
incendiaron un día los archivos
municipales
de su hermosa ciudad de pescadores,
toda abocada al mar y tan lejana
entonces de la urbe
en cuyas callejuelas
buscaron complicidad y refugio.

Lo hicieron para impedir que los mozos fueran a África
a luchar por la patria
contra la patria de otros.

Era de noche y una luna bellísima
se vertía en las aguas
verdinegras del puerto…

(Era un dato importante
-lo conocía por referencias, claro-,
y no quise omitirlo.)

Apenas concebido
el cálido misterio de la aurora,
mi bisabuela y sus cómplices
corrían por las ramblas, perseguidas
por el humilde vuelo de sus faldas
y por los guardias a caballo,
mientras Barcelona ardía
hermosamente
por sus cuatro costados
y un resplandor de sangre
se agregaba al incendio y la ira.

(Meses después, caería fusilado
Ferrer i Guardia,
instigador -dijeron- del desastre.
No sólo fue desposeído
de la vida,
de la Escuela Moderna,
-o, para ser exactos,
fue la Escuela Moderna la desposeída
de él…
atentaron también
contra la i latina, tan ingenua y tan grácil,
que aún hoy, en los libros de historia,
une sus apellidos.
Dicen que Maura
consintió el múltiple atropello
con gesto
elegante y ausente...-

No pude ni intuir entonces
-aún tardaría diecisiete años en nacer-
que iba a sentir, tan mío,
el sufrimiento de uno de sus nietos
cuyo nombre, emblema de lucha y rebeldía,
habita
en el lugar más claro de mi pecho.)

Mis abuelas -las dos-, y otras mujeres
propiciadoras de conflictos,
alborotaban en las fábricas,
salían a la calle con pancartas
pidiendo comedores, guarderías,
salarios menos míseros,
el voto femenino…

A veces
apedreaban la oficina del encargado,
o esperaban,
en las puertas del Liceo,
-apagados los últimos acordes
de Aída o de Lohengrin-
al amo y a su esposa
y decoraban
sus elegantes trajes
con un certero impacto
de tomates podridos, aportados
por las irreductibles vendedoras
de la boquería.

**

Mi abuelo…

(Sólo tuve uno,
el otro,
un indiano muy rico,
huyó a sus predios
dejando
a una muchacha triste y frutecida.)

De mi abuelo, decía, del único,
al que recuerdo vagamente,
mejor no hablar.
Cansado de sí mismo, del trabajo,
del hambre,
del patrono,
de las huelgas inútiles,
del vino y la baraja, ,
se arrojó a la vía
del tren que, indiferente,
puso punto final al fútil episodio
de su vida.

**

Mi padre curtía pieles.

(Recuerdo el olor a tanino
a nafta, a trementina, ocupando
el espacio pequeño de mis juegos,
el retazo de sol
que caía a mis pies cada mañana
en el patio bordeado de celindas
desde donde
se oía el mar…)

Era también
bastante soñador y un poco mago,

(sobre todo cuando transformaba
en pan las piedras)

Andaba siempre
entre funciones de teatro y sindicatos,
y en ambos escenarios adquiría
prestigio y estatura.

Era también violento,

(la razón para muchos
se apellida violencia)

y una vez,
con la cuchilla
de adelgazar el cuero,
a punto estuvo de zurrarle la badana
-y nunca mejor dicho-
al amo, responsable
del eterno periplo
de nuestras desventuras.

**

De mi madre diré que era frágil y dulce,
medrosa, sufridora, resignada,
barruntadora de todas las desdichas.
Cosía hasta muy tarde
bajo la luz azul que proyectaba
la lámpara de carburo
-no había otra en mi casa-
y sus ojos de lluvia
fueron perdiendo
su hermosa intensidad,
su delicado brillo.

Un día -yo tendría cinco años y aquel hecho
se me quedó en el alma
erizado como un tumulto de cristales rotos-
a cambio de un pan redondo y rubio,
la tuvieron dos horas de rodillas
en las losas heladas de una iglesia.
Un cura, bondadoso y paternal,
ayudaba a los descarriados.

(Mi padre, ya le he dicho,
era de los más irredentos:
arengador, huelguista, catalán,
amigo
de Ignasi Iglesias y algo golfo.)

Mi madre,
vencida y humillada,
partió el pan con sus manos como si quisiera
restarle agravio,
conferirle nobleza,
y lo repartió entre sus hijos.
Recuerdo
que ni una miga se llevó a los labios.
Y aquella noche
blasfemó más que nunca
-solía hacerlo varias veces al día-
y si embargo,
rezaba un Padrenuestro al acostarse,
por sus hijos, decía.

**

De mi hermano me queda en la memoria,
entre otras muchas cosas, un pañuelo
de contrastado colorido: negro y rojo,
dos alas
sobrevolando una quimera;
y aquellos ojos suyos
tan dispuestos, tan listos
para el sufrimiento;
y sus manos de obrero
desde donde nacía el arcoiris
que redimía la blancura insulsa
del algodón
-era tintorero de oficio,
disculpe la retórica-.
Un día de julio,
con diecisiete años mal cumplidos,
se marchó voluntario
al frente de Aragón.

(La Batalla del Ebro le duró en la retina
hasta el instante de su muerte.)

Después, el largo exilio en Francia,
los campos de concentración,
la mugre nazi,
y ese difícil trance de cambiar los libros,
la fábrica, la patria,
por el mortero,
los encofrados
y el frío en el andamio,
-nunca sus convicciones ni la utopía lírica
de su pañuelo negro y rojo..

Hace ya muchísimo tiempo que descansa
en Sevran,
en un pequeño cementerio sin geranios.

**

Y ahora, ya lo ve:
Mi hijo, casi un niño,
recogiendo el testigo.
Acérrimo
detractor por convicción y herencia
de lo que usted defiende,
tal vez acabe declarando,
en el antro contiguo,
que fue él quien, por impulso soberano,
mató al Conde de Villamediana...

(Pensé que resultaba más poético
y menos socorrido
que lo de Manolete
que era
lo que solía decirse en esos casos…
Y, sin duda, dado el lugar,
nuevo ingrediente
de confusión…)

El agente instructor,
tal vez ligeramente herido por las letras
-nunca se sabe-,
me mira airado.
Y luego,
conteniéndose para que no se diga,
me alarga siete folios
donde ha quedado escrito,
pero con más detalle
y más prosaísmo aún
lo que aquí dejo dicho.
Y ordena: “Firme”.
Y añade:
“Usted se puede ir, su hijo se queda”.
Luego,
-tal vez un tanto compasivo- murmura:
“Está temblando...”

(Al borde del derrumbamiento,
en la orilla del llanto
que a fuerza de contenerlo
es casi hoguera,
la furia de mis ojos se abalanza
sobre los suyos,
que,
incapaces de afrontarla,
se desvían fingiendo indiferencia.

Me dispongo a salir. Mudo, secreto,
el terror,
pájaro informe,
se ha instalado en mi pecho y me consume,
soy sumiso banquete de sus hambres.
Pero algo en torno a mí,
algo impalpable y dulce, me sostiene.
¿son aquellos fantasmas que, invocados
con tanto amor, me acuden y confortan?

Oigo, desde la puerta, como en sueños,
que otro de los agentes,
murmura entre pequeñas y barrocas
columnas de humo blanco:
“¡Qué familia, Dios Santo, y luego dicen…!”


Angelina Gatell: Los espacios vacíos y desde el olvido (Antología 1950-2000)

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